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martes, 4 de agosto de 2009

De prestado

Es tan lindo mi departamento en otoño. Tiene como un color a esas películas que sabés que te van a dejar algo. Algo que te movilizará. Lo miro y me siento dentro de esa película. En la que la protagonista recibirá alguna señal de la vida, algo que modifique la escena inicial. Por el momento estamos en la introducción del contexto. Como toda película. Pero ya entraremos en algún tipo de escena, en la que la historia comienza. Esa es la sensación que tengo en este preciso momento de mi departamento.
Lo camino como si fuera grande. Pero es chiquito. Y tan acogedor. Una película no elegiría este escenario probablemente. No entra ni el equipo de cámaras. Pero lo adoro. Lo empecé a amar. Cómo me gusta cuando empiezo a amar algo. O a alguien. Todo lo que haga, muestre, me haga sentir siempre es como una copa de vino a punto de ser degustada, excitante. Yo soy enamoradiza, las cosas que empiezan a formar parte de mi vida, las sostengo con tanta fuerza como me es posible con mi cuerpito. Y ahora la cámara enfoca mis pies descalzos, que caminan de acá para allá, hasta que encuentran su delicada pose y se recuestan como diosas a la espera de algún mortal al cual engatusar. Mis pies, como los de cualquiera, tienen su propia vida. Y la cámara comienza a enfocarlos. Un suave paneo ascendente llega hasta mi cuello (no, todavía el rostro y lo que diga no ocupa lugar primordial en el director). Ese cuello otoñal, por los colores; ese cuello que ha vivido besos, caricias, ahora se encuentra transportando energías mediante las cuerdas vocales. Y lo feliz que la hace, nadie podría saberlo. Pero la cámara puede, si quiere, mostrarlo con zoom, para desvestirlo. El ojo profundo lo verá. Para el resto, esta película no ha sido hecha.
En esta ocasión, antes de detenerse en quien habita este departamento, la cámara hace un travelling, de lo más esclarecedor. Comienza por las fotos que adornan la pared. Dos cuadros en rojo y negro (colores que, más tarde comprenderá el espectador, son significativos) muestran dos partes del cuerpo humano. En frente, tantos objetos para revelar como enigmas tiene el mundo, pero quien quiera descubrirlos deberá ver la película entera. No es tiempo de enumerarlos, habrá tiempo para explicarlos para quien esté dispuesto a escucharlos. Ella, esos pies y cuello (hasta ahora), sabe muy bien que habrá quien desee descubrirlos. Para quien los pase por alto, no hay mucho lugar en su corazón. Esos pies y ese cuello saben que los detalles son la esencia de las cosas. Un collage de su familia y de su infancia adornan la entrada de su miniambiente. La cámara se detiene en una frase, hay varias en su casa, pero ésta es la que el director eligió perpetuar: “precisamente todo está pasando aquí y ahora”. Sale de una canción pero no tienen mucho que ver con la canción, sino con su manera de ver la vida. El travelling termina en el picaporte de la puerta. Habrá quien entre en algún momento. O no. Tenemos, como espectadores, el recuerdo de esa frase anterior al picaporte. Da igual, o al menos así parece. La acción es ahora. No después, no mañana, no ayer. Ahora, sólo ahora. E inmediatamente, la cámara se posa en los ojos de ella. Ojos distraídos pero profundos. “Ojos que emiten ondas”, ese piropo se cuela por entre sus labios para hacerla sonreír (la cámara capta la mueca que pasa de insulsa a adorable). Se aleja el lente para mostrarla y, a simple vista, no es más que una chica feliz en su departamento. Pero una dulce melodía, los colores tenues y marrones del otoño, la calidez del ambiente y (esto no es poco) el cese de su mirada al cerrar los ojos, la hacen única. No lo sabe aún. Pero lo sospecha. Nadie, ni la cámara, saben cómo retratar esa enseñanza que ella está viviendo. Sólo el espectador que quiera ver la película entera podrá entenderlo algún día. Ella no se quería tanto. Hubo quienes la maltrataron. La hicieron creer que no valía película para mostrarla. Y ella lloraba, sólo la noche sabe cuánto. Nadie fue testigo. Pero ella lloró más de lo que se permite el alma derramar. Ahora, sola, en este departamento, este ambiente que la conoce como nadie, nadie, nadie, puede moverse con soltura. La cámara no sabrá cómo demostrar esto. Sus ojos pueden demostrar más de lo que ella quiere, pero un espectador desprevenido jamás lo detectará.
La cámara no se detiene en su historia. La historia se basa en acontecimientos, no en imágenes. La óptica se vuelve hacia la botella de vino que se alza por encima de su mesa, descorchada pero tapada, con una interpretación un tanto obvia: hay una copa de vino degustándose, hay un paladar que está enriqueciéndose.
El ambiente, que había parecido tan pequeño al principio, termina siendo más grande que el universo. ¡Cómo no adorar este departamento! El otoño le imprime un sello de calidez que pocos departamentos pueden mostrar. Ella (esos ojos, boca, cuello y pies) piensa que los lugares tienen las huellas dactilares del alma de quienes lo vivieron. Está convencida. Y sabe que antes de ella hubo una chica, igual que ella, que era adorable (por como habla el encargado) y que dejó una impronta de paz tan perceptible como contagiosa. En el aire ella lo siente. Cada vez que entra a su departamento, algo la hace sentirse más en casa que nunca. Espera dejar su espíritu tatuado en las paredes también.
Quien viva luego de ella, que sienta lo mismo. Cualquier ser humano lo merece.
Gracias. 4 paredes han hecho pura perfección de un tonto corazón.

(este relato no me pertenece, pero me encanta. Su autora estaría, si pudiera darme su autorización, totalmente de acuerdo en que esto quede entre nosotras)