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miércoles, 29 de octubre de 2008

La noche de los techos fríos y los pies descalzos


Hace frío, aunque pensamos que debería hacer calor. Por eso decidimos salir a caminar, tomar un poco de aire. 
No somos de acá, y creo que nunca lo seremos, porque todavía no logramos vestirnos como deberíamos, y menos de acuerdo al tiempo.
No sirve ver la temperatura, no sirve asomar la cabeza e intentar sentir al clima en la nariz. No sirve nada de lo que hagamos, porque siempre terminamos sintiendo que otra cosa hubiera sido mejor. Quizás se deba a que sabemos que no estamos en el lugar indicado.

Salimos poco abrigados, como ansiando la llegada del próximo verano, o lo que creemos es el verano para nosotros. Ni los techos pueden capturar el frío de la noche, para sentir la calma en las pisadas.

La primera vuelta. Campantes, o no tanto, porque sentimos un poco de frío, avanzamos en busca de un verdadero cobijo. Pero los horarios tampoco son los mismos. O nos adaptamos a esta realidad, o nos quedamos encerrados en nuestro cuartucho de hora, viendo pasar el tiempo.

Eso no se lo dije, solo lo pienso. Soy consciente que si a esta hora estamos perdidos (a esta hora dije? en este cuartucho sería más acertado) es porque no puedo con mi capricho y me resisto a que me tome el recuerdo, pero también me resisto al cambio, que me empuja por su torrente violento, y así y todo lo batallo, nado contra su corriente, me digo: sigo siendo libre, ninguno de los dos podrá conmigo. El horario, el clima, no pueden ser un problema para nosotros. Son otros nuestros tormentos, y se acerca la hora (¿la hora dije de nuevo?). 

Tercera vuelta, ya estamos perdidos, un poco resignados, y empezamos a forjar el sueño de esta noche.

El primer edificio, totalmente deformado, triangular, abandonado. Amarillo desteñido. Pasamos por delante y nos parece demasiado tenebroso para entrar, tan pronto, tan despiertos todavía. Mejor seguimos de largo...

No sé cuánto caminamos ni que vimos entre uno y otro, lo cronológico no es nuestro fuerte, pero sé que llegamos al segundo edificio, muy gris, muy húmedo, muy cuadrado, con sus veintitantos pisos. Vemos todas las ventanas y las puertas en su lugar aparente, mientras vamos subiendo y bajando por sus escaleras. Pero es demasiado alto para alcanzarlo, sus techos solo pueden tener tierra acumulada, y lo que sea que llegue hasta ahí arriba.
Saltamos los escalones de a varios, tenemos que irnos rápido, ya nos están mirando con cara rara, y sobre todo, no nos gusta nada el formato en bloque, (se erige demasiado triste y fuerte como para intentar modificarlo).

Ya estamos en la décima vuelta, llegando a las casas bajas, nuestras preferidas. Pero cuando alcanzamos el lugar que más nos gusta, el mismo lugar nos persigue, y nos obliga a dejarlo. ¿Por dónde irse, si sabemos que todavía faltan muchas horas de sueño para terminar nuestro recorrido?
Recorremos terrazas, damos grandes saltos, pero sin disfrutarlo, ahora que nos alcanza el frío del piso en los pies, por fin descalzos.

Tenemos que escapar, cuanto antes, tenemos que saber por donde huir, sin ser vistos, sin que nos atrapen, saltar por todas las terrazas, sin que puedan siquiera percibirnos esos ojos sin luz escondidos en el aire de la noche. No intercambiamos palabra, pero con sólo mirarnos pensamos los más estrambóticos planes. Pensamos incluso en levantar vuelo, pero enseguida supimos que no era nuestra noche para eso.

Entre salto y salto, llegamos a un centro.

Mucho cemento, una fuente de agua y balcones lejanos. 
Seguimos inmóviles, tiesos, y todavía descalzos. Todos nos observan desde los balcones circulares. Es la sensación de estar en el centro del coliseo, a punto de ser juzgados. Todos están lejos, no llegamos a reconocerlos, pero sentimos el peso de todas sus miradas. En el centro de cemento solo hay una estatua, un monstruo, una foca con dientes afilados. Y de pronto, dejamos de ser el centro. Por un momento me sentí afortunada, pero sólo porque no me di cuenta que no escaparía de mi destino, antes que otra angustia aterrice gris y decidida.

Los oscuros ojos de esa monstruosa estatuilla de foca eran los que ahora nos miraban. Nos transmitían su diabólico pensamiento, su fetiche, su vicio: empezar ella también su danza del movimiento. Pero seguía siendo una estatua, aunque sus ojos expresaban el deseo de comer, de agasajarse con una nueva cabeza y su cuello. 


Gritamos....pero los espectadores de los balcones ya tenían otra distracción, y la maligna foca concretaría su vicio. Y a nuestros espectadores les daba lo mismo cualquier cosa que pasara, mientras fuera algo que pudiera entretenerlos en su aburrida observación.

Necesito volver a una secuencia anterior, aunque sea en un cuartucho, aunque todo me indique que un nuevo recorrido comience, solo que con otra iluminación preponderante.

Entre tanto, todos los ojos seguirán ahí, expectantes, ciegos y lagrimosos, esperando ansiosos, que ya no haya tanta luz, para poder disfrutar en la oscuridad, que termine ése o cualquier otro espectáculo.

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