Me quiere
No me quiere
Me quiere
No me quiere
¿No me quiere? ¿Es posible?
Seguro me quiere, pero no sabe cómo demostrarlo.
Era la última pequeñísima burbuja que sobrevivía a la espuma de la ola. El caballo pasó, al galope, y la reventó. Él montaba sobre ese caballo.
Una escena muy viril, muy perfecta, pero poco usual para estar deshojando una margarita entre tanto. Los pétalos volaban apenas los arrancaba, se volvían lejanos e inalcanzables. No me era posible perseguirlos y pedirles una explicación.
¿Por qué no me quiere entonces?
Una vez más, me fui caminando, triste, por supuesto, y cuesta arriba.
Subía el médano, sin apuros, aunque el viento sí me apuraba un poco.
Ya había pasado mi caballo, se había ido mi tren. Había continuado su marcha siempre hacia delante, avanzado vertiginosamente, sin reparar en mi presencia.
Lo mismo todas las mañanas, lo mismo todos los amaneceres.
Yo, en la playa, deshojando la margarita, y él desfilando frente a mí, inmune a mi presencia, generando sólo un poquito más de viento del que soplara en la playa en ese momento.
Y así, esperé al siguiente amanecer. Mi amado pasaría al día siguiente, con su caballo al galope. Pero la próxima mañana sí repararía en mi presencia y aunque más no sea podría preguntarle: ¿por qué no me querés?
Volví a la mañana siguiente, como todas las mañanas, con mi margarita, lista para empezar a deshojarla.
Y una vez más, pasó mi caballo, pero esta vez ya no era mi jinete de todas las mañanas quien lo montaba. Inmediatamente y también, precipitadamente, me enamoré con locura. Volaban los pétalos.
El caballo y su nuevo jinete avanzaban seguros.
Pero de repente el tiempo se detuvo, y también lo hicieron el jinete y su caballo. Se clavaron bruscos en la arena, estacionaron su marcha, y dieron vuelta lentamente sus cabezas. Fue entonces que el jinete retrocedió y susurró algo directo a mis labios, mirándome con dulzura.
No pude permanecer en mi lugar. Tenía tan mal aliento, que tuve que salir corriendo.
Nunca más volví a la playa, ni pude volver a ver un amanecer. El terror del recuerdo me atacaría de inmediato si lo intento.
Por eso ahora me gustan los atardeceres en el campo. Hay menos viento, y los pétalos de las margaritas no vuelan tan lejos. Ahora puedo alcanzarlos y preguntarles: ¿por qué no me quiere?
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